APURE | VENEZUELA  

Más que una autorización –le explicamos al militar–, requeríamos acompañamiento. Era, en efecto, una manera de obtener autorización, porque, aunque legalmente no la necesitábamos para ejercer nuestro oficio, también era una cuestión de seguridad que los militares supieran que estábamos haciendo cobertura y que, al tratarse de una zona de conflicto, deberíamos estar protegidos por ellos durante el ejercicio periodístico.

Llegaron varias tanquetas blindadas. De ellas descendió un grupo de militares con un semblante y una vestimenta que delataban una faena durísima. El soldado que nos recibió nos hizo pasar al comando y nos pidió que esperáramos en la antesala. Allí esperamos largas horas, con una incierta sensación porque sentíamos que en ese punto quizás ya no éramos libres de irnos si queríamos.

Un funcionario militar, rubio, flaco, de trato amable, que, aunque no lo decía, nos hacía entender que era uno de quienes estaba a cargo, nos pidió nuestras cédulas de identidad y explicó que estaban chequeando nuestra identidad y que el mismo comandante del batallón sería –de ser aprobada nuestra petición– quien nos llevaría a recorrer la zona para que pudiéramos grabar. Estuvimos viendo correr el minutero, todavía con nuestros teléfonos celulares, presas de la incertidumbre. Por prevención, le escribí a mi jefa Maryorin Méndez diciéndole que, si perdía la comunicación con nosotros en las próximas horas, encendiera todas las alertas porque habíamos sido detenidos. Aunque no había razón alguna, aparente o razonable, de pensar que aquello iba a suceder con certeza, sabíamos que era posible.

Los periodistas que trabajamos hechos riesgosos usualmente nos guiamos por un protocolo de seguridad que contempla enviarle a alguien nuestra ubicación en tiempo real por Whatsapp, comunicarnos solo por Telegram con la opción de autoborrado de mensajes activada, acordar contactos periódicos para avisar que estamos bien y no publicar nada desde la zona de cubrimiento.

Salimos a la fachada del comando a estirar las piernas y un militar nos escoltó «amablemente». En eso llegó el comandante, distinguible por su impecable uniforme de campaña (aunque sin ninguna identificación visible) y su aura y ademanes de autoridad. Había llegado con una periodista de medios del Gobierno venezolano llamada Madelein García y dos camarógrafos (quienes, al verme, se acercaron a saludar porque me habían reconocido de alguna pauta periodística). Madelein vio a mi compañero Luis Gonzalo y frente a nosotros, pero a una distancia, secreteó con el comandante.

El comandante volteó a vernos mientras ella le hablaba. Terminaron la conversación y el comandante entró. Acto seguido, dos militares nos pidieron que entráramos y esperáramos en la antesala, alegando que ya nos iban a dar respuesta. Eso hicimos, pero notamos enseguida que la actitud de los soldados había cambiado. Nos pidieron que les entregáramos todas nuestras pertenencias: celulares, bolsos y equipos fotográficos. Los revisaron frente a nosotros haciendo una suerte de inventario y ese fue el último momento en que vimos nuestras pertenencias.

Uno de ellos nos dijo: «Por seguridad, tenemos que chequear todos los equipos que traen y luego se los devolvemos». Sin embargo, vimos que los sacaron del comando y supimos que estábamos completamente incomunicados y ahora imposibilitados para irnos.

Nadie nos daba explicación alguna. Estábamos sentados, secreteando entre nosotros, intentando descifrar la situación, que de repente se nos aclaró: llegó un comando de las Fuerzas de Acciones Especiales (FAES) –funcionarios vestidos de civil, pero con pistolas en el cinto y sin identificación visible– y nos pidieron pasar al patio del comando. Ahí nos hicieron posar de frente y de espaldas mientras nos hacían fotografías, unas con el muro de fondo, pero luego con un fondo con el distintivo de las Fuerzas Armadas. Era la típica fotografía que habíamos visto miles de veces, en las que se muestra a sospechosos capturados in fraganti… las que ruedan en las minutas policiales que recibimos los periodistas a diario. Así que, sin lugar a duda, estábamos detenidos y éramos sospechosos de algo que nadie nos aclaraba.

Pese a que nunca nos esposaron, era evidente que no podíamos dejar el lugar y que teníamos que pedir permiso para levantarnos del sofá de la antesala, así fuera para ir al baño. Cuando alguno tenía que hacerlo, iba escoltado por un soldado. De hecho, nos asignaron a dos soldados que debían vigilarnos y quienes, con el pasar de las horas, amenizaron su actitud hostil y terminaron conversando con nosotros. Incluso nos ofrecieron café y cigarrillos. Uno de ellos me dijo: «Chamo, yo no sé para qué ustedes hicieron esto, si saben cómo son las cosas». Yo le explicaba que en una zona de conflicto armado no era prudente ponernos a sacar fotos sin antes avisarles a las autoridades. «No, me refiero a venir para acá», sentenció.

En Venezuela, la prensa escrita independiente prácticamente ha desaparecido. En 2018, por ejemplo, cerró el último periódico en Apure, cuando Visión Apureña se quedó sin papel y sin forma de comprarlo, ya que la importación es exclusiva del Gobierno venezolano. Tanto Visión Apureña como cualquiera de los 110 medios impresos registrados como cerrados por la ONG Instituto Prensa y Sociedad (Ipys), desde hace veinte años comenzaron a migrar al ámbito digital.

     

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