APURE | VENEZUELA  

Sin embargo, lo anterior implica padecer un calvario: Venezuela ostenta el último lugar de Latinoamérica en velocidad de conexión, con un promedio de 5 a 7 mbps; la censura digital se impone en todos los medios privados con bloqueos temporales o permanentes de HTTP, ataques DDoS, filtrados SNI y bloqueos de DNS que dificultan o imposibilitan acceder a esos sitios, lo que afecta portales como La PatillaEl PitazoEl Nacional y Efecto Cocuyo; tal situación no solo se aplica a medios nacionales, sino también internacionales. A esto hay que sumar los cotidianos apagones y ataques a los periodistas.

Por ello, en Venezuela la narrativa informativa la domina el Gobierno y es una narrativa que siempre lo favorece, en la que nunca pasa nada y según la que, si algo está pasando, es por culpa del «imperio» o de la «alianza de Duque con Biden y Bolsonaro». Los pocos medios que sobreviven para hacer contrapeso a tal narrativa no solo trabajan con recursos extremadamente limitados, en términos logísticos y financieros, sino con miedo, porque es habitual ser perseguido, detenido o robado por las fuerzas de seguridad.

En la Venezuela de Nicolás Maduro, o del poschavismo, la libertad de prensa se ha posicionado en el lugar 159 entre 180 países, según Reporteros Sin Fronteras. Solo en 2021, el Colegio Nacional de Periodistas registró 251 agresiones a periodistas. Según el Colegio Nacional de Periodistas de Venezuela, hubo 55 bloqueos a medios digitales, 28 hostigamientos, 46 impedimentos de cobertura y 18 detenciones arbitrarias, entre las cuales se registra la que relato aquí.

Vivir todo ello en tiempo real, en la calle, constituye un panorama tragicómico, porque los funcionarios militares o policiales que agreden lo hacen muchas veces sin convicción y te dan a entender que están obligados a hacerlo. Otros son –no hay otro término para llamarlos– sádicos. Porque no sueltan prenda, no dicen nada, no respetan su propia ley ni tampoco el sentido común. Ser detenido por unas horas es una situación bastante común durante el ejercicio periodístico en Venezuela y viene acompañado por la exigencia de borrar todo el material que se haya grabado y ser expulsado de la zona, lo que concluye con una amenaza de prisión si no acatas las órdenes.

Los dos camarógrafos del Gobierno que estaban con Madelein García nos enfrentaron a Luis Gonzalo y a mí con un celular, mientras nos grababan y nos hacían preguntas. Grosera y provocativamente, acercándonos el celular a la cara hasta casi pegárnoslo, nos empezaron a decir que éramos unos mercenarios de la información, espías del imperio y del Gobierno colombiano, que habíamos ido a la zona a desinformar, a manchar la actuación de los militares. Que no teníamos por qué estar ahí. Ese video, que había sido grabado con la intención de manipularnos, no lo publicaron.

Cuando ya caía la noche y empezaban a escucharse de lejos –acercándose cada vez más– detonaciones y estruendos, nos hicieron pasar a una celda de detención que también fungía como depósito de chalecos antibalas donde pasaríamos la noche. «¿Estamos detenidos oficialmente? ¿Nos van a soltar? ¿Qué hicimos?», les preguntábamos, pero nuestras preguntas solo chocaban con su silencio de rigor.

Sentíamos un temor dominante a ser asesinados y a que nos hicieran pasar por paramilitares en combate, como ya habíamos visto que hacían. O, peor aún, que nos mataran y desaparecieran nuestros cadáveres. Sin embargo, uno de los soldados vigilantes, en un descuido de sus compañeros, nos dijo: «Bueno, yo no les dije nada, pero van a ser trasladados a Caracas y presentados por terrorismo». Era un acto cobarde que nos dejó al borde del pánico.

Ya pasaban las nueve de la noche y por lo menos desde las cinco de la tarde no habíamos tenido ningún contacto con nadie fuera del comando. Asumíamos como robadas nuestras pertenencias y violada nuestra libertad. No teníamos permiso para ir al baño ni para salir del salón de detención.

Según un informe de la ONG Espacio Público, en Venezuela hay unos 960 medios de comunicación y el 85 % de ellos están controlados por el Gobierno. Es un proceso de restricción de la libertad de expresión e información que no ha tenido tregua; en 2021 fueron cerradas 10 emisoras de radio y en 2022 se superaron las 100 estaciones radiales sacadas del aire. Esa es solo una cara de la violación de derechos, porque también hay ataque y persecución a periodistas. En mi caso, por las fuentes que cubro y por trabajar para medios no alineados con el Gobierno, he perdido la cuenta de cuántas detenciones he sufrido, así como los robos de equipos y las agresiones que he soportado.

En mi caso, las agresiones más graves, hasta el momento, fueron tres: en 2014, durante protestas en el centro de Caracas, paramilitares armados me secuestraron mientras hacía cobertura y luego de torturarme me llevaron a la sede de la policía científica, donde me retuvieron y torturaron durante 24 horas. En 2015, el Ejército Bolivariano, mientras hacía cobertura en San Antonio del Táchira, acompañado de la periodista María Alesia Sosa, nos detuvo, nos robó, nos trasladó fuera de la ciudad y nos soltó en una carretera desolada. En ese entonces se estaba dando un éxodo desesperado de colombianos en el lado venezolano, porque los militares venezolanos habían marcado sus casas y amenazaban con llevarlos presos. Al final, dos mil personas fueron desplazadas y sus viviendas demolidas. En 2018, nuevamente paramilitares afectos al Gobierno, pero en la frontera con Cúcuta (en la ciudad de San Antonio del Táchira) nos intentaron secuestrar a un periodista japonés y a mí, pero logramos escapar. Sin embargo, nos golpearon y robaron nuestros equipos.

Ahora estaba retenido en Apure. Tras lograr descansar durante la noche, con los nervios de punta y sin información precisa de qué pasaría con nosotros, amaneció. Supimos que algo estaba pasando porque el comandante del batallón empezó a gritar desde su oficina y podíamos oírlo en todo el comando. «¡Pero si son unos terroristas! ¡Unos mercenarios de la información! ¡Unos espías y unos mentirosos!», decía.

     

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